En 1906 Quiroga decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras, compró una chacra (junto con Vicente Gozalbo) de 185 hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí, mientras enseñaba Castellano y Literatura.
Durante las vacaciones de 1908, el literato se trasladó a su nueva propiedad, construyendo las primeras instalaciones y comenzando a edificar el bungalow donde se establecería.
Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio. Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de la alumna obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a vivir a la selva con él. Los flamantes suegros de Quiroga, preocupados por los riesgos de la vida salvaje, siguieron al matrimonio y se trasladaron a Misiones con su hija y yerno. Así, pues, el padre de Ana María, su madre y una amiga de esta, se instalaron en una casa cercana a la vivienda del matrimonio Quiroga.
En 1911 Ana María dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la selva. Durante ese mismo año el escritor comenzó la explotación de sus yerbatales en sociedad con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo, y al mismo tiempo fue nombrado Juez de Paz (funcionario encargado de mediar en disputas menores entre ciudadanos privados y celebrar matrimonios, emitir certificados de defunción, etc.) en el Registro Civil de San Ignacio. Las tareas de Quiroga como funcionario merecen mención aparte: olvidadizo, desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los que "archivaba" en una lata de galletas. Más tarde adjudicaría conductas similares al personaje de uno de sus cuentos.
Al año siguiente nació su hijo menor, Darío. Quiroga decidió, apenas los niños aprendieron a caminar, ocuparse personalmente de su educación. Severo y dictatorial, exigía que cada pequeño detalle estuviese hecho según sus exigencias. De muy pequeños los acostumbró al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo —midiendo siempre los riesgos— al peligro, para que fueran capaces de desenvolverse solos y de salir de cualquier situación. Fue capaz de dejarlos solos en la jungla por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto acantilado con las piernas colgando en el vacío.
El varón y la niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias —que aterrorizaban y exasperaban a su madre— y las disfrutaban. La mujercita aprendió a criar animales silvestres y el niño a usar la escopeta, manejar una moto y navegar, solo, en una canoa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario